Por: Armando Hugo Ortiz Guerrero
Noticia Alarmante. La ciudad de Monterrey, capital del Nuevo Reino de León, era a principios del siglo XIX un modesto poblado de no más de 10,000 habitantes, de costumbres sencillas y humildes. Sus pocas calles no tenían nombres y por doquier había encharcamientos que dificultaban el paso de los transeúntes, carretas y carrozas.
Uno de los eventos más esperados durante todo el año, era la Feria de la cercana ciudad del Saltillo, a celebrarse en octubre, a donde se desplazaba buena cantidad de reineros. Fue la más famosa de las Provincias Internas de Oriente: El Nuevo Santander (Tamaulipas), Coahuila, Texas y el Nuevo Reino de León.
En Monterrey se asentaba la comandancia de las Provincias de Oriente, por tal motivo, desde septiembre de 1810, viajó al Saltillo buena parte del destacamento militar para cuidar el orden.
En tal situación llegó a fines de ese septiembre, a Monterrey, un correo urgente para el gobernador del Reino, Manuel Santa María, avisándole de un grave suceso, acontecido en el pueblo de Dolores, Guanajuato. El domingo 16 de septiembre, el párroco del lugar, Miguel Hidalgo y Costilla, incitó a la plebe a rebelarse contra la autoridad virreinal; la plebe secundó su llamado y en pocas semanas se habían apropiado de importantes poblaciones.
Por lo anterior se le solicitaba tomar las previsiones conducentes y despachar un contingente de tropas a San Luis Potosí, para frenar el avance de los sediciosos.
El Gobernador Santa María atendió el llamado y dictó medidas locales de emergencia, enviando además un pequeño grupo de soldados al sur del Reino, en los límites con San Luis Potosí.
Soberanía Efímera. Sin embargo a los pocos meses, enero de 1811, el Nuevo Reino de León se declaró independiente de la autoridad virreinal, de manera pacífica y sin violencia previa. Secundó la convocatoria hecha por el cura Miguel Hidalgo y Costilla, en el pueblo de Dolores, Guanajuato.
En noviembre de 1810, los insurrectos tomaron la ciudad de San Luis Potosí y enseguida cayó Saltillo, cuando gran parte de la tropa realista se les unió sin un solo tiro. Los despachos llegados al gobernador de Nuevo León, Manuel de Santa María hablaban de más de 20, 000 rebeldes; el destacamento militar aquí no completaba mil efectivos, entre soldados regulares, milicias locales y voluntarios.
Esta enorme desigualdad influyó para que el gobernador Santa María y los poderes locales aceptaran la invitación de Mariano Jiménez, jefe de los independistas, de unirse a la causa. Recibió un cargo militar junto con Juan Ignacio Ramón, oficial de milicias locales.
Esta emancipación duró menos de dos meses, hasta que los cabecillas del movimiento fueron aprehendidos en Acatita de Baján, el 21 de marzo de 1811.
Entre los capturados figuraban Santa María y Juan Ignacio Ramón, fusilados luego en Chihuahua, junto con los principales jefes de la rebelión. Son los primeros jefes del Nuevo Reino de León caídos en este conflicto. Tras su captura, las autoridades locales vuelven al redil y reiteran su fidelidad al amadísimo soberano Fernando VII.
No hubo en la ciudad más conatos de insurrección, pero se sabía de grupos rebeldes que incursionaban en diversos puntos de las Provincias Internas de Oriente.
Dos años más tarde, 1813, se suscitó el único episodio violento en Monterrey durante la Guerra de Independencia.
El rebelde José de Herrera, fue un desertor del destacamento realista de Félix María Calleja, que se incorporó a la causa de Hidalgo, y posteriormente a las fuerzas de Bernardo Gutiérrez de Lara, que promovía la causa en las provincias del Nuevo Santander y Texas. En 1813, Gutiérrez de Lara tomó a sangre y fuego la capital de esta última, San Antonio de Béxar, y asignó a José de Herrera la tarea de incursionar en Coahuila y Nuevo León.
La noche del 3 de julio de 1813, el rebelde José de Herrera atacó Monterrey con una guerrilla de 200 hombres, procedentes de Pesquería Grande, hoy ciudad de García, Nuevo León, arribaron a la ciudad por la actual calle de Hidalgo. La tropa al mando del capitán José María de Sada, ofreció resistencia de manera improvisada. Luego de una refriega de más de horas, los atacantes se retiraron llevándose un cañón. Se le unieron alrededor de 200 personas, la mayoría gente humilde y algunos soldados desertores de la plaza
En la defensa fallecieron dos personajes locales respetados: Julián de Arrese y Alejandro de la Garza, primeras bajas civiles durante la Guerra de Independencia en Monterrey
Persistió la incertidumbre, pues se esperaba un nuevo ataque de Herrera. Los realistas se aproximaron al pueblo de Pesquería, sin enfrentarse. En tanto, los rebeldes incrementaron sus efectivos con la llegada de un contingente de indígenas garzas y azayaguas, al mando de un “gandul” llamado Doroteo, o Julián Villagrán.
La ciudad se preparó con parapetos en las entradas, acopiando hombres, armamento e información sobre el enemigo.
En tanto, los insurgentes atrincherados en Pesquería pagaron su novatez militar con errores costosos. Los cabecillas Herrera y el indio Julián Villagrán dudaban entre atacar Monterrey o Saltillo, al final deciden viajar a Vallecillo, pueblo al norte del Reino, donde tendrían mejor defensa. En el trayecto fueron atacados, en campo llano, por el ejército español al mando de Timoteo Montañez y Adeodato Vivero, en el paraje de la Chorreada, de la parroquia de Salinas, el 17 de julio.
El cañón que se llevaron los revolucionarios de Monterrey no les ayudó mucho, y la inexperiencia militar provocó la desorganización y desbandada. Hubo 52 muertos, numerosos heridos y 27 prisioneros, más otros capturados después. Varios de ellos fueron pasados por las armas.
Francisco Javier Treviño era un sacerdote, maestro de ceremonias de la Catedral. Escribió un diario con apuntes sobre este episodio. Menciona los nombres de algunos de estos mártires de la Independencia en Nuevo León, pero la mayoría quedó en el anonimato. Treviño dejó testimonio de la crueldad y excesos de una guerra civil, experimentados por primera vez en Monterrey.
Los desorejados. Al término de la batalla, lo primero que ordenó el teniente Montañez fue remitir noticias a Monterrey desde la parroquia de Salinas y, “para credencial de las muertes enemigas”, envió cincuenta y dos orejas del lado derecho, y el mandato de que fueran colgadas de un hilo en la picota [poste], en medio de la plaza.
Las currutacas. Al inicio de la batalla en la Chorreada, el mando realista se sorprendió, pues “comenzó la gran chusma de mujeres, las más montadas a caballo, a persuadir gritando a nuestros soldados que no fuesen ingratos a sus mismos hermanos, y que dejando tal locura se reuniesen a su fuerza americana que se exponía a morir, por salvar a todos de esta patria”.
No funcionó la excitativa femenil, y al grito de “Viva el Rey y mueran los rebeldes” inició el combate. En la fuga, los insurgentes abandonaron a “las señoras Doñas cocineras y sirvientas que habían sacado de Pesquería, bajo las grandes esperanzas de que las honrarían con títulos más brillantes, en correspondencia del buen mérito que en todos los servicios los habían distinguido voluntariamente”.
Algunas tomaron parte activa en el combate, y dos de ellas “quedaron muertas de las balas que las alcanzaron, sin valerle a una el túnico de indianilla amarilla que la cubría para su gala ni el esfuerzo que hizo disparando dos pistolas”.
Al día siguiente llevaron a siete prisioneras a Monterrey como parte del botín de guerra; en la plaza de armas “nuestros tambores hacían vista por los sombreros que llenos de galanas rosas de listón habían quitado a las currutacas cocineras de Pesquería, cuando ofreciendo manifiestos peligros el fuego contrario, a que no sólo se sujetaron, pues que hicieron otras presas… y las doñas Dulcineas se repartieron al servicio de las casas de esta ciudad, como así quedaron otras en aquel lugar… trajeron también muchos de nuestra tropa a su amparo algunas criaturas inocentes, que la mayoría no llega a los cinco años, en vista de que las madres las abandonaron en el campo de batalla, por ponerse a custodio con la fuga”.
Leandro de la Cruz Soldado artillero de la compañía de Monterrey que se unió al bando insurgente durante la incursión del 3 de julio, a cargo del manejo del cañón decomisado. Se le realizó juicio sumario en Salinas y fue pasado por las armas. Se verificó en la plaza de aquella parroquia y el cuerpo quedó suspenso en un árbol, como a seis leguas de distancia de esta ciudad, en el camino de Pesquería a Salinas.
José Urbina Cantú Vecino del puerto de San Lucas, jurisdicción del Saltillo, capturado por vecinos de Santa Catarina, por seductor a la insurrección del bandido capitán Herrera de Pesquería, se le condujo a Monterrey. El 20 de julio a los ocho y media de la mañana fue llevado a espaldas de la cárcel [actual plaza Hidalgo], “presentado con el rostro cubierto de un paño blanco, las manos atadas con un cordel, manteniendo en ellas la Santa Cruz, y puesto de rodillas en el banquillo, respondiendo a la oración santa del Credo se le dispararon a las espaldas cuatro armas de fuego con bala de cañón, cayó en tierra; pero alzando no obstante la cabeza, le repitieron así caído cuatro tiros más, y siguiendo con movimiento aunque leve, le hicieron tercera descarga de sólo dos armas con los que acabó de expirar, entregando su espíritu en manos de Nuestro Criador, perdonándolo como lo creemos, respecto a que precedió a su muerte el lavarse con repetición en las aguas de la sagrada piscina del Sacramento de la penitencia, y se fortaleció con el Pan de la Eucaristía tres horas antes de su suplicio”.
Como a las cuatro, un piquete de ocho hombres se dirigió al lugar donde yacía el ajusticiado, para que el individuo destinado por la justicia militar le cortase la cabeza, la que se mandó con cuatro soldados al puesto de Santa Catarina, donde quedó clavada sobre una escarpia [garfio], para escarmiento. El cuerpo se transportó al cementerio de esta Parroquia y se sepultó.
N. Rodríguez. Acusado de robar unos fardos la noche del ataque a Monterrey
N. Ruiz, desertor por segunda vez.
José Francisco Carrasco. Oficio escribiente, “tuvo oculto tres días antes del ataque al capitán bandido José de Herrera, prestándole completa noticia del estado de nuestras armas, conocimiento de individuos, disfraces para que la compañía visitase cuarteles, entradas y salidas de esta ciudad, y su seducción de unos cuantos plebeyos, según delación del artillero Leandro de la Cruz, preso desde el día 5 de julio”.
A los tres mencionados se les sentenció a muerte y el 22 de julio, en la plazuela a espaldas de la cárcel, a las once de la mañana se les puso en línea, cubiertos sus rostros con lienzos blancos, y cuando se encomendaban con la oración del Credo, les dispararon a los pechos y cabeza doce armas de fuego. Por la tarde se le dio sepultura eclesiástica a N. Ruiz. Los cadáveres de Rodríguez y Carrasco fueron colgados en árboles, a la vera del camino a Pesquería.
Pedro Cervantes, Francisco Peña, Pedro de Ávila, Juan Rodríguez (vecinos de Pesquería Grande), Francisco López, Antonio Reyes (De Parras), y Guillermo de Ávila. El 26 de julio fueron fusilados bajo la acusación de complicidad. Sus cadáveres quedaron suspensos de árboles, en los caminos de ingreso a la ciudad.
José María Peña, desertor del presidio de San Fernando, declaró haber andado en la compañía del rebelde, cooperando en el asalto a Monterrey, fusilado el 28 de julio.
José María Guajardo (alias Cobarrubias), Juan José García, José María Guerrero, naturales vecinos del Saltillo, y José Rafael Reyes, de San Luis Potosí. Condenados a muerte por infidencia, piden como última gracia se les dé sepultura eclesiástica, y que sus cuerpos no sean suspendidos de árboles o escarpas. Se les concede su solicitud y el 2 de agosto, a las siete de la mañana, con los ojos vendados se cumple la sentencia, con que terminaron su vida mortal.
Francisco Valtierra, natural de Guanajuato, asistió a algunas expediciones del difunto cura Hidalgo, habiendo acompañado después al rebelde Herrera, traído a Monterrey el 4 de agosto.
Miguel Escamilla, natural y vecino de Ciénega de Flores, acusado de haberse unido a Herrera desde su entrada a Pesquería, conducido a Monterrey ese 4 de agosto.
Ambos fueron fusilados el 6 de agosto, a cuyo efecto se interesaron las más santas preparaciones, cumpliéndose la ejecución a las siete y media de la mañana. Se les concedió que sus cadáveres fueran sepultados en el cementerio de la iglesia Catedral.
Delitos de Americanismo
Un lépero. El 12 de julio por la mañana se puso en la picota a un lépero, pues en el momento de máxima alerta, en estado de ebriedad alarmó al vecindario la noche anterior por la calle de la Presa (Diego de Montemayor), gritando ¡Viva la América!
Un enemigo disperso. El 21 de julio en Monterrey, como a las once y media de la noche, una avanzada escuchó hacia los montecillos cercanos, voces de ¡Viva la América, soldados alcahuetes! Dieron pronto aviso y diez soldados inspeccionaron aquel paraje, encontrando al autor de dichas voces, sin armas ni resistencia aunque era de los enemigos dispersos: lo trajeron a la cárcel, y pronto se le dará destino según el proceder de esta comandancia.
El indio pame José María González, de la misión de la Divina Pastora, el 27 de julio, al preguntar dos soldados “quién vivía”, contestó que la “América”, al intentar apresarlo opuso resistencia. En la cárcel no se le entendió mucho por ser muy “bozal” [Necio]. No obstante ser probado que era sirviente de los Lermas se le condenó a muerte. Fue imposible darle los últimos sacramentos por su suma ignorancia y por tal motivo se le perdonó la vida.
Los encordados
El 23 de julio como a las nueve de la mañana se sacaron de la cárcel a ocho sujetos de los prisioneros, los fueron amarrando de uno en uno en la picota de la plaza, bajándole los calzones hasta las corvas, recibieron de 10 a 50 azotes, regresándolos luego a la cárcel, para el fin que quiera dictarse en la comandancia.
Agosto 23. A las tres de la tarde y bajo la custodia suficiente han sacado de esta cárcel a todos los reos alistados, y para que verifiquen su caminata el día de mañana, se han asegurado de las manos con esposas de hierro, y del pescuezo o garganta con una cuerda frescal de cuero de res, que los hace depender unos de otros, quedando ligados de dos en dos hasta formar la cuerda de cincuenta y uno y medio pares de los individuos.
Fueron llevados a la Villa de Aguayo [actual Ciudad Victoria, Tamaulipas], a entregarse al Gobernador de la Provincia de Nuevo Santander, que por cordillera los remitió a sus respectivos destinos a cumplir sus penitencias. Prisiones de Perote, San Juan de Ulúa en Veracruz, y la Habana, Cuba, principalmente.
El rebelde José de Herrera y el indio Doroteo, o Julián Villagrán, escaparon ilesos del combate de la Chorreada, e hicieron incursiones a pueblos y villas del norte del Nuevo Reino de León y Nuevo Santander. Herrera fue capturado y fusilado posteriormente en San Luis Potosí. Doroteo cayó durante la implacable persecución de las tropas de Joaquín Arredondo.
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Bibliografía: José Eleuterio González (1885): Noticias y Documentos para la Historia del Estado de Nuevo León. Gobierno del Estado de N. L.
le falta precisar algunas cosas, en su escrito por ejemplo no son indios azayaguas sino ayaguas checarlo por favor.
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