Por: Ahmed Valtier .
A los 15 años de edad, siendo un joven cadete, estuvo apunto de morir en el ataque de los norteamericanos sobre el Castillo de Chapultepec. Sin embargo si el destino le perdonó en convertirse en el “Séptimo Niño Héroe”, solo sería para enfrentar, 20 años después, un pelotón de fusilamiento junto al Emperador Maxililiano.
Miguel Miramón fue una del las figuras más dinámicas y azarosas del siglo XIX mexicano. Militar destacado, lider del Partido Conservador, Presidente de la República a los 26 años, enemigo acérrimo de Benito Juarez; su vida ha cautivado a muchos y sido tema de diversas biografías.
El escritor José Fuentes Mares escribió sobre él: “Es el único de los defensores de Chapultepec de 1847, a quién la historia convencional de México mancha todavía con el estigma de traidor”.
Miramón nació en la Cd. de México un 29 de Septiembre, día de San Miguel, de 1831. Su abuelo paterno era de origen francés, de un poblado cercano a los Pirineos, lugar donde aún en la actualidad existe el título de Condes de Miramón.
Desde muy temprana edad Miramón se inclinó por las carrera de las ármas. Un hecho poco de extrañar, sobre todo en una familia en donde todos eran militares. Su padre, el General Bernardo Miramón, había pertenecido al Ejército de las Tres Garantías de Agustín de Iturbide. Sus hermanos mayores, Bernardo y Joaquín, eran ya oficiales del Ejército Méxicano.
En febrero de 1846 Miramón ingresó al Colegio Militar. Creado 18 años atrás, el Colegio Militar era una institución en donde jovenes selectos eran educados para ser formados como futuros oficiales del ejército. Aunque generalmente eran admitidos a los 16 años de edad, Miguel logró ingresar a los 14. Una excepción común de la época, sobre todo cuando eran hijos de militares.
Dirigido por el General José Mariano Monterde, un distinguido ingeniero y conocido intelectual, el Colegio Militar estaba integrado por alrededor de 100 alumnos, divididos en 2 compañías. Miramón fue agregado a la 2° Compañía, la cual estaba formada por los cadetes más jóvenes.
A finales de 1846 el colegio inauguró sus nuevas instalaciones en el Cerro de Chapultepec, en la antigua la mansión de verano de los Virreyes de la Nueva España, y que ahora era conocida como el Alcanzar o Castillo de Chapultepec. Nombre dado por hallarse en la parte más alta del cerro, a la manera de los castillos medievales.
El Alcazar era en realidad un edificio de 2 pisos, dotado con aulas, dormitorios, comedor, biblioteca, alberca, capilla y dirección. Había incluso un amplio patio que servía como “Plaza de Armas”, en donde los alumnos pasaban revista y practicaban sus formaciones.
Sin embargo la vida de estudios y educación militar pronto fue interrumpida con el inicio de la guerra entre México y los Estados Unidos; y los jóvenes cadetes tendrían un inesperado bautizo de fuego.
En un principio limitada a los campos de batalla del norte del país -sitio donde los hermanos de Miramón se destacaron con creces- la guerra tomó un nuevo giro cuando los norteamericanos cambiaron de estrategia.
Siguendo un camino más corto, los yankis desembarcaron en Veracruz y dirigiendose tierra adentro, llegaron al Valle de México en Agosto de 1847. Después de una serie de sangrientas batallas, los norteamericanos se prepararon para la embestida final sobre la capital de México en Septiembre.
El General Winfield Scott, comandante del ejército invasor, decidió atacar la ciudad por el poniente, lugar donde el cerro de Chapultepec y su Alcazar dominaban la ruta.
Durante todo el 12 de Septiembre, la artillería norteamericana bombardeó el Castillo de Chapultepec, en preparación para el ataque al día siguiente. Sin embargo el General Santa Anna, comandante del ejército mexicano, pensando que aquelló solo era una finta, y que el verdadero asalto sería por el sur, decidió reforzar el Castillo con solo 800 hombres –la mayoría de ellos Guardias Nacionales- al mando del General Nicolas Bravo.
Para el anochecer, después de aquel intenso bombardeo, la moral de la guarnición mexicana estaba quebrantada. Muchos soldados habían ya desertaron, y muchos más continuaron, aprovechando la obscuridad. No obstante los jovenes alumnos del Colegio Militar permanecieron en sus puestos.
ver;
http://www.flickr.com/photos/7515097@N05/2686866291
Al despuntar el aurora del 13 de Septiembre, los cadetes, como era su rutina, fueron llamados al comedor para tomar su desayuno. “Confieso que me supo muy amargo” –recordaría muchos años después uno de aquellos jóvenes - “pues me preocupaba, como a mis demás compañeros, que de un momento a otro pudieramos ser destrozados por alguno de los proyectiles que caían sin interrupción”.
A las 8:00 de la mañana el bombardeo cesó, y las columnas norteamericanas comenzaron el ataque. En el castillo los cadetes aguardaban impacientes ser designados en algún punto para la defensa del colegio.
Finalmente la orden de formar filas llegó. Solo 50 cadetes se econtraban en el plantel ese día, ya que algunos alumnos habían sido retirados por sus padres desde semanas antes.
En posición de firmes, con sus rifles cargados y las bayonetas caladas, los cadetes escucharon a su director. Pero el discurso fue breve: los alumnos debían bajar del colegio.
“Muy mal cayeron aquellas palabras” –declaró después un cadete- “porque concideramos aquel descenso como un acto de fuga”.
En grupos de dos o tres, los cadetes comenzaron a bajar por el lado del cerro que aún no era atacado. Sin embargo muchos de ellos se unieron a los soldados que defendía las faldas del cerro, e incluso un grupo, desobedeciendo las órdenes, decididó quedarse en el castillo. Entre ellos el cadete Miguel Miramón.
Después de conquistar la rampa o escalar el cerro, los yankis empezaron a precipitarse sobre el edificio del colegio. Cada aula y cada cuarto fue fieramente defendido por los mexicanos. Incluso en algunos sitios se dio la lucha cuerpo a cuerpo.
Herido en el rostro, Miramón cayó al suelo en lo más reñido del combate, y cuando su contrincante estaba a punto de atravesarlo con la bayoneta, la intervención oportuna de un oficial norteamericano impidió que aquel soldado acertara el golpe mortal.
En sus Memorias, Concepción Lombardo -quién sería después esposa de Miramón- afirma que el oficial norteamericano “admirado por el valor, la serenidad y la firmeza del alumno” lo tomó prisionero, escoltándolo hasta el hospital.
La providencia le salvó la vida aquel día, más no ocurrió lo mismo con seis de sus compañeros. Con el tiempo aquellos cadetes muertos se convertirían en los seis “Niños Héroes”, y la defensa heróica de su colegio, en una de las leyendas más populares de la historia de México. Honrados y venerados se transformarían en autenticos simbolos del sacrificio a la Patria.
El destino en cambio tomaría un rumbo muy distinto para Miguel Miramón. Contradictorio hasta cierta forma, del que pudo haber sido si hubiera muerto en Chapultepec. General a los 24 años, Presidente a los 26, sus proezas al mando del ejército Conservador –durante la Guerra de Reforma- lo harían famoso. Derrotado por Juarez, se exilió en Europa durante algunos años.
Regresaría a México, tratando de unir su suerte a la del Emperador Maximiliano y a la de una causa perdida. Hecho prisionero en Querétaro, finalmente murió fusilado en 1867, negando hasta el último momento la acusación por la que fue setenciado: la de traidor a la Patria.
ver;
http://static.panoramio.com/photos/original/8989653.jpg Sus últimas palabras fueron, antes de que su voz se extingiera por la detonacion de los fusiles de un grupo de soldados de Nuevo León: “Viva México”.
El autor es historiador.
LIGAS INTERESANTES.